Todos saben. Bueno, es un decir. Quizás, pensándolo mejor, los
más leídos.
Leopoldo era un estudiante irrenunciable, que nunca terminó
su carrera y pasó sus mejores años en una gran mesa de la biblioteca de la
ciudad, observando, registrando, imaginando miles de historias. Pero por
desgracia nunca pudo concluir ninguna. Un final lo tuvo toda la vida sin que
pudiera rematar el cuento, y así todas las historias que el atesoró, reales o
imaginarias, quedaron en sus hojas borrador y terminaron, a no dudarlo en la
basura.
Lo recordamos porque un cuentista maravilloso a su vez lo
observó y nos contó su historia.
Pero debo confesar que conocí a otros dos Leopoldos, uno
casi igual, otro muy diferente.
Empiezo por el diferente, era un conocido de la abuela Elda,
una mujer muy graciosa y cuyas opiniones no tenían filtro. Este Leopoldo es el típico
patoso, siempre hacia cagadas, estaba en el medio de, todos y cada uno, de los
quilombos que había en el barrio.
Villa Pueyrredón lo recuerda hoy en día, aunque se mudó hace
muchos años. No podíamos decir que era un mal bicho, era así, estaba siempre en
el medio. Siempre anotado en alguna cagada. De esas cagadas menores de las que
nos acordamos en los barrios con nostalgia comparadas con las cagadas actuales,
donde el barrio se llenó de “gente como uno”, que pone inodoros en los baños más
altos que la altura de sus culos.
El caso calcado, al del cuento, y que tuve la oportunidad de
conocer personalmente, tuvo la mala suerte de vivir en la Argentina en la primera
década del siglo XXI. Era un personaje honesto, angustiado, murió, y no me
caben dudas que como resultado de sus amarguras, de un cáncer de hígado. Y,
amigos, ironía del destino, no bebía más que agua mineral.
Leopoldo trabajaba en una oficina contable de la calle
Lavalle, trabajaba en silencio, escuchando la radio todo el día. Actividad que
interrumpía solo para bajar al bar a tomar un café o almorzar, siempre leyendo
los diarios y viendo TN en ese bar. Podría haber ido a otro, una vez lo
intentó, así me confesó, pero en todos los bares de Lavalle lo único que se veía
era TN. Uno se da cuenta de eso, hay mucha cara pedorra entre Callao y Carlos Pelegrini.
Leopoldo, les decía, llevaba contabilidades en un estudio no
muy importante, pero que tenía muchos contactos y trabajaba muy bien las
declaraciones de la AFIP, léase: nadie pagaba nada. De tal suerte que Leopoldo
pagaba más impuestos a las ganancias por su sueldo, que los empresarios a los
que les llevaba los libros.
Me contó varias anécdotas, la que recuerdo como la más “graciosa”
fue la de una estancia en Macachin, La Pampa, 10.000 hectáreas, el dueño, una vez al año venía a Buenos Aires,
a mediados de abril, para firmar su DDJJ de Ganancias y Patrimonio Neto. Don Mamerto, así se llamaba, aunque como
ustedes lectores se imaginan de Mamerto no tenía nada, un año obligó a Leopoldo
a matar todos los terneros y terneras que habían nacido ( contablemente
hablando “ of course”) para no pagar impuestos. El mismo año en que Mamerto
cambió su 4x4 y la envió con sus peones a cortar las rutas contra la 125.
Bueno voy al grano, Leopoldo, que veía la película y las
escenas armadas en el plató de la truchada empresaria, cada vez que escuchaba
una noticia económica de TN o una mentira de algún empresario, empresario al
que él le había llevado facturas de otro empresario para bajar su saldo de IVA.
Empezaba pacientemente a escribir cartas al lector. Este Leopoldo, al igual que
el del cuento, dudaba tanto luego de si lo que había escrito estaba bien dicho,
que nunca pudo enviar ninguna carta al lector. Lo que lo fue amargando aún más.
El día que me contó que tenía cáncer me lo dijo como descargándose
finalmente de tanto sufrimiento. Se fue rápido, en algún lado hubo un poco de
piedad. Menos mal, se evitó escuchar a todos los boludos que, en los All
Inclusive de Margarita en Venezuela o Cartagena en Colombia, están tirados al sol
tomado un trago y protestando que no le venden dólares. A 8000 kms de su casa,
sus empleados y su DDJJ truchas.
Rusvi Tahan
No hay comentarios:
Publicar un comentario