sábado, 3 de diciembre de 2011

a mi no me invitaron parte III

Mis amigos de la Universidad me han mandado una toma de posición sobre el Manuel Dorrego, como un sector de la academia, como preveia saltó en contra , otros entre los que se cuenta a los autores del escrito tienen una mirada más positiva y nobleza obliga aca lo pongo a su consideración.
Rusvi Tahan


La creación del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego por parte del Poder Ejecutivo Nacional, ha generado un intercambio de opiniones dentro y fuera de la comunidad de historiadores. La primera reacción de rechazo a la iniciativa provino de un grupo de reconocida trayectoria académica dentro de las Universidades nacionales que vieron en esta disposición un intento por construir un “pensamiento único”, fundamentado en la elaboración de un relato acerca de la historia argentina. Ante este posicionamiento -que se difundió rápidamente vía internet en búsqueda de consenso- se generó un debate que trasciende el limitado y pequeño arco de opinión inicial.
Consideramos que la discusión instalada hoy en los medios de comunicación, por imperio de la pluma fácil y la palabra rápida, ha terminado por distorsionar lo central del problema. En primer lugar debemos decir que el debate, tal y como está planteado, no nos representa; porque entendemos que la legitimidad del relato histórico no se dirime en la acreditación profesional o amateur de quien lo realice, sino en la perspectiva teórica desde la cual se piensa el pasado, en la rigurosidad de la pesquisa y en la capacidad interpretativa del mismo. A pesar de esto, no deja de ser válido aquello de que la escritura de la historia es una de las pocas profesiones que puede ser ejercida sin acreditar mérito alguno y sin que esto constituya delito; aunque de manera inversa a ningún historiador se le permitiría –y menos se le ocurriría- presentarse a litigar en un tribunal sin ser abogado o firmar un balance sin acreditar título responsable. Las razones de que esto sea así son complejas y no creemos que sea este el lugar para exponerlas; pero si debemos decir que no todo es historia y algún día deberíamos discutirlo públicamente.
Por el contrario, nos resulta importante destacar del actual debate algunas cuestiones. En primer lugar, la iniciativa del gobierno obligó a un sinceramiento político de los historiadores acerca del presente: casi todos los que intervinieron sintieron la necesidad de reconocer lo positivo y /o negativo del gobierno como punto de partida, para luego dar su opinión. En segundo lugar, nos enfrentó a la dura realidad de competir y legitimar nuestro lugar como hacedores de la historia rigurosa y científica, frente a escritores o divulgadores a los cuáles nos cuesta ganarles en el campo editorial y en la masividad de sus producciones. Y por último, este emprendimiento nos ha llevado nuevamente a discutir cuestiones que hasta no hace mucho habíamos sepultado, porque no solo habíamos renegado de las aburridas y sin sentido “historias del bronce”, sino que también se había perdido interés por revisar aquella vieja lectura de la historia como política del pasado.
A partir de lo dicho, podría pensarse que antes de sentirnos amenazados por la iniciativa gubernamental, deberíamos reconocer el esfuerzo de pluralidad y diversidad que significó la realización del “Diario del Bicentenario”, del cual participaron una amplísima red de historiadores –profesionales o no- convocada y financiada por la Secretaría de Cultura y la Secretaria General de la Presidencia de la Nación. Esto fue difundido en todas las escuelas del país. Por ello, hablar de un intento de construir un “pensamiento único” por otorgar financiamiento a un Instituto de historia revisionista, nos resulta si no mal intencionado, al menos desmesurado.
Nos gustaría ir al núcleo más interesante de la discusión abierta. Deberíamos comenzar diciendo que el enfrentamiento entre una historia en versión “liberal-mitrista”, como gustan llamarla muchos neo revisionistas actuales, y una “revisionista nacional y popular”, tuvo lugar en una determinada coyuntura histórica en coincidencia con la incorporación de los sectores subalternos a la política y la ampliación de la ciudadanía social. En este contexto, “ampliar la nación” fue el imperativo y ello se tradujo en la necesidad de encontrar una nueva legitimidad a esa realidad política que ya no encajaba con los límites de la oligárquica “nación de propietarios” y, para ello, la revisión sobre la historia del siglo XIX fue el campo de batalla por excelencia para entablar la disputa.
No creemos que el revisionismo haya sido una versión “decadentista de la historia” como alguna vez la llamó Halperin Donghi, ni que la historia Argentina de Levene haya sido el fundamento del “estatuto legal del coloniaje”. Pero si podemos afirmar que lo que no se logró con esta disputa fue superar la visión maniquea de la historia, ni modificar los supuestos sobre los cuales pensarla.
La historia argentina, por bastante tiempo, fue narrada como una historia exclusiva de sus clases dirigentes: la elite porteña para unos, los caudillos del interior para otros. Como historia del poder, quedaron fuera de ella todos aquellos actores apriorísticamente despojados de significado en los acontecimientos del pasado. Como diría Gramsci, la historia de los sectores subalternos siempre se presenta en forma episódica y no formando parte de la trama principal. En la perspectiva liberal, decididamente los sectores ajenos a la elite poco tenían para aportar; en el revisionismo, la reivindicación del gaucho -pero solo en su versión caudillista- dejó en el abandono a la “montonera” como sujeto colectivo.
Investigaciones posteriores traerían, desde otras perspectivas historiográficas, nuevas estrategias y puntos de partida. La historia social, la perspectiva de género, la historia regional, la historia cultural, entre otras, posibilitaron la lectura del pasado ya no solo desde las estructuras y los grandes relatos en la larga duración, sino en la dinámica de los sujetos en el corto y mediano plazo. Fueron y son estas nuevas investigaciones, que se hacen en las universidades y centros académicos con financiamiento de diversos organismos del Estado argentino, como el CONICET y la Agencia, por ejemplo, las que han ampliado el panorama histórico e historiográfico. Gracias a estos trabajos han comenzado a tener visibilidad el llamado “bajo pueblo”, los indios como pueblos originarios, los negros, las mujeres, los trabajadores, los niños.
De la misma forma que esta mirada ocultó a los “otros”, el triunfo de la centralidad del imaginario de la pampa húmeda mutiló territorialmente a la historia de la nación argentina: ni mitristas ni revisionistas incorporaron en sus relatos a los Territorios Nacionales con sus problemáticas especificas, e incluso hasta el día de hoy se sigue denominando a la ley Sáenz Peña de 1912 como la ley del Sufragio Universal; “universalidad” extraña para una realidad en la que no solo no votaban las mujeres sino tampoco los habitantes de esos Territorios, que recién lograrían hacerlo a finales de los años de 1950.
Para finalizar, entendemos que la iniciativa gubernamental tuvo al menos el logro de despertar un debate aletargado, cuya riqueza se encuentra más en el intercambio de opiniones vertidas dentro de la comunidad de historiadores que en las discusiones instaladas en los medios. No resulta productivo seguir discutiendo si la historia es o no la política del pasado. La historia ha cobrado entidad propia como disciplina y las nuevas investigaciones y producciones lo vienen demostrando. Si como correlato, esto último sirve para potenciar el presente, bienvenido sea; pero no creemos que sea éste su sentido. Mas que buscar legitimidades, la historia puede ayudarnos a pensar ¿Cuántos pasados hay en el presente que estamos construyendo?. Y la respuesta nunca será unívoca.

Centros de Investigación CEHIR y GEHiSO
Facultad de Humanidades
Universidad Nacional del Comahue

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