lunes, 12 de septiembre de 2011

El 11 de setiembre ¿UN DÍA POLISÉMICO?

Puede un día tener tantas caras, tantos significados. Sí claro, la historia de la humanidad, la que conocemos y esta visible y, mucho más, la invisibilizada está llena de “efemérides” diarias, recordadas o no según el particular recorte de los medios.
Pero, y lo que me parece que merecemos tratar hoy, cada momento permite sobrevalorizar una efeméride sobre otra. Eso si quieren no es inusual, que al cumplirse una década sea natural que uno recuerde con más vehemencia un hecho tan trascendente, como espectacular, en esta sociedad del espectáculo, como el atentado a las Torres Gemelas, es lógico.
Pero bueno, estamos en la década, pero a fuerza de machacar desde los medios, la década entera priorizo las Torres gemelas a Allende o a Sarmiento, lo que es comprensible para vender espectáculo no es comprensible por igual en todas las sociedades, es más “natural” que esto sea así en el hemisferio norte, no es tan claro que esto debiera suceder en el sur. Que en A. Latina uno agarre los diarios de hoy y casi no haya noticias del golpe contra Allende es una cuestión que ni siquiera la Ley de Medios corregirá si no se corrige la dependencia cultural del norte y del espectáculo por sobre la reflexión. Para ser actuales del espectáculo Inseguridad-Candela a el esclarecimiento de la dupla Crimen-Candela.
Quiero, y esta es una lateralidad diría Feimann, ponerme en el lugar del cinismo político, el 11 de Allende me provocó dolor, me preanunció el miedo, las muertes para H. Kissinger en cambio eran necesarias, un “daño colateral”, el 11 de la Torres me permitió al principio esbozar una sonrisa, le habían tocado el culo a los yanquis, con los minutos y viendo la gente tirarse al vacío, mi sonrisa trastoco en dolor, para Bin Laden “daños colaterales”. Pero los daños colaterales de Pinochet no parecen tanto daño y el número de muertes que se baraja es similar. Y así seguiremos ¿hasta cuándo?.
Vuelvo a las noticias, recorrí casi todas las tapas de los diarios, y puedo asegurar que los otros 11 no son para nada tapa, como mucho “contratapa” / opinión, es decir un espacio pequeño en relación a los diarios y, lo que es peor, insignificante en los otros formatos comunicacionales, la tele se regodeó con la imagen de los aviones.
Por eso me tomé el trabajo por ustedes de recortar los temas ausentes, minimizados en tres diarios, y pegarlos. Les recomiendo dos cosas la primera ,si quieren revisar las tapas y confirmarán, traten de no ver la tele, se enfermarán, la segunda leer a los nuevos maestros y la escuela pública, en medio del intento de la periodista de meter la escuela privada como creciendo por sobre la pública, con datos, estadísticos por supuesto que supone serios, sin decir de quién provienen.
Un abrazo en este 11 de setiembre que para mi debe mirarse con más amplitud y debe trabajarse con nuestros jóvenes con más profundidad.
Rusvi Tahan

PAGINA 12
Epitafio para otro 11 septiembre
Por Ariel Dorfman *

Aquel 11 de septiembre letal –recuerdo que era un martes– me despertó un sonido de angustia por la mañana, la amenaza de aviones que sobrevolaban nuestro hogar. Y cuando, una hora más tarde, divisé una nube de humo que subía desde el centro de la ciudad, supe que mi vida y la vida de mi país habían cambiado en forma drástica y tajante, por siempre jamás. El año era 1973 y el país era Chile y las fuerzas armadas acababan de bombardear el palacio presidencial en Santiago, estableciendo desde el principio la ferocidad con que responderían a cualquier intento de resistir el golpe contra el gobierno democrático de Salvador Allende. Ese día, que comenzó con la muerte de Allende, terminó convirtiendo en un degolladero la tierra donde habíamos intentado una revolución pacífica. Pasarían casi dos décadas, que viví mayormente en el exilio, antes de que pudiéramos derrotar a la dictadura y recuperar nuestra libertad.
Veintiocho años después de aquel día inexorable en 1973, sobrevino un nuevo once de septiembre, también un martes por la mañana, y ahora les tocó el turno a otros aviones, fue otra ciudad que también era mía la que recibió un ataque, fue un terror diferente que descendió desde el aire, pero de nuevo mi corazón se llenó de angustia, de nuevo confirmé que nunca nada sería igual, ni para mí ni para el mundo. Esta vez el desastre no afectaría únicamente la historia de un país y no sería tan sólo un pueblo el que sufriría las consecuencias del odio y la furia, sino el planeta entero.
Me ha sobrecogido, durante los últimos diez años, esta yuxtaposición de fechas. Es posible que mi obsesión con buscar un sentido oculto detrás de tal coincidencia se deba a que era yo residente de ambos países en el momento preciso en que sobrellevaron la doble embestida, la circunstancia adicional de que estas dos ciudades agredidas constituyen los fundamentos gemelos de mi identidad híbrida. Porque crecí aprendiendo el inglés de niño en Nueva York y pasé mi adolescencia y juventud enamorándome del castellano en Santiago, porque pertenezco tanto a la América del Norte como a la del Sur, no puedo dejar de tomar en forma personal la paralela destrucción de esas vidas inocentes, abrigo la esperanza de que del dolor y la confusión ardiente nazcan algunas lecciones, tal vez algún aprendizaje. Chile y los Estados Unidos ofrecen, en efecto, modelos contrastantes de cómo se puede reaccionar ante un trauma colectivo.
Una nación sometida a una adversidad tan brutal enfrenta ineludiblemente una serie de preguntas básicas que interrogan sus valores esenciales, su necesidad de obtener justicia para los muertos y reparación para los vivos sin fracturar aún más un mundo quebrantado. ¿Es posible restaurar el equilibrio de ese mundo sin entregarnos a la comprensible sed de venganza? ¿No corremos el riesgo de parecernos a nuestros enemigos, de tornarnos en su sombra perversa, no arriesgamos acaso terminar gobernados por nuestra rabia, que suele ser tan mala consejera?
Si el 11 de septiembre del 2001 puede entenderse, entonces, como una prueba en que se sondea la sabiduría de un pueblo, me parece que Estados Unidos, desafortunadamente, salió mal del examen. El miedo generado por una pequeña banda de terroristas condujo a una serie de acciones devastadoras que excedieron en mucho el daño causado por el estrago original: dos guerras innecesarias; un derroche colosal de recursos destinados al exterminio que podrían haber sido invertidos en salvar a nuestro planeta de una hecatombe ecológica y a nuestros hijos de la ignorancia; cientos de miles de seres muertos y mutilados y millones más de desplazados; una erosión de los derechos civiles y el uso de la tortura por parte de los norteamericanos que les dio el visto bueno a otros regímenes para que abusaran aún más de sus poblaciones cautivas. Y, finalmente, el fortalecimiento en todo el mundo de un Estado de Seguridad Nacional que exige y propaga una cultura de espionaje, mendacidad y temor.
El pueblo chileno también pudo haber respondido a la violencia con más violencia. Sobraban razones que justificaban levantarse en armas contra el déspota que traicionó y derrocó a un presidente legítimo. Y, sin embargo, los chilenos democráticos y los líderes de la resistencia –con algunas lamentables excepciones– decidieron desalojar al general Pinochet del poder mediante una activa no-violencia, recuperando, brazo a brazo, una organización tras otra, el país que nos habían robado, hasta vencer al tirano en un plebiscito que tenía todas las de ganar. El resultado no ha sido perfecto. Pero a pesar de que décadas más tarde la dictadura derrotada sigue contaminando a la sociedad chilena, la forma en que libramos nuestra batalla sigue constituyendo un ejemplo, en definitiva, de cómo es posible crear una paz duradera después de tanta pérdida, tanto sufrimiento persistente. Chile ha mostrado una determinación cauta y juiciosa para asegurar que nunca habrá otro 11 de septiembre de muerte y destrucción.
Me parece maravilloso y hasta mágico que cuando tomaron los chilenos la decisión de luchar contra la malevolencia por medios pacíficos se estaban haciendo eco, sin saberlo, de otro 11 de septiembre. En efecto, en ese exacto día en 1906, Mohandas Gandhien en el Empire Theatre de Johannesburgo convenció a miles de sus compatriotas indios de usar la no violencia para impugnar un acopio de injustas leyes discriminatorias que, de hecho, preparaban ya el futuro régimen del apartheid en Sudáfrica. Esta incipiente estrategia de Satyagraha llevaría, con los años, a la independencia de la India y a muchos otros movimientos para conseguir paz y justicia en el mundo, incluyendo el combate de Martin Luther King por la igualdad racial y contra la explotación.
Ciento cinco años después de aquella memorable exigencia del Mahatma a imaginar una manera de salir del delirio y la trampa de la cólera, treinta y ocho años después de que esos aviones me despertaron por la mañana para advertirme que nunca más podría yo escapar del terror, diez años después de que el Nueva York de mi infancia fuera diezmado por el fuego, tengo la esperanza de que los epitafios finales para cada uno y todos los posibles 11 de septiembre sean las palabras suaves e inmortales de Gandhi: “La violencia habrá de prevalecer contra la violencia solamente cuando alguien me pueda probar que el modo de terminar con la oscuridad es con más oscuridad”.
* Su último libro es Entre Sueños y Traidores: un Striptease del Exilio.
TIEMPO ARGENTINO
Panorama político
Restaurar a Sarmiento
Publicado el 11 de Septiembre de 2011
Por Hernán Brienza
Periodista, escritor y politólogo.

Fue uno de los pocos miembros de la oligarquía conservadora que llevó adelante un ‘hito civilizatorio’ como es su obra educativa. Sarmiento obligó a su clase a renunciar a su interés pecuniario para beneficiar a las mayorías.

Llevar adelante una batalla cultural incluye, obviamente, dar una discusión sobre el pasado común. Significa barajar de nuevo las cartas de la memoria colectiva, volver a debatir hitos, momentos nodales, encrucijadas, vísperas, causas y consecuencias y también responsabilidades por parte de los protagonistas de la historia. Un movimiento hegemónico –dicho esto en términos descriptivos y no bajo el influjo de un ataque de pánico opositor– debe ofrecer también una mirada política sobre la historia y reformular el panteón de héroes y de instantes fundacionales. Se trata de construir operaciones histórico-culturales que permitan tomar un hecho del pasado, reelaborarlo, resignificarlo y vivificarlo, y que nos sirva de metáfora para interpelar e interpretar el presente.
El yrigoyenismo lo hizo con el federalismo rosista, el peronismo asumió cierto costado de la tradición federal-yrigoyenista, la Revolución Libertadora se vio a sí misma como la continuación de la campaña de 1840 de Juan Galo de Lavalle, la Juventud Peronista llevó al paroxismo esa operación con el puente directo que trazaron con las montoneras del siglo XIX y la dictadura militar, claro, se identificó con el brutal proceso de organización nacional que llevó adelante Bartolomé Mitre y sus coroneles orientales que sembraron el terror en las provincias disidentes. Raúl Alfonsín hizo lo propio con la fundación de la democracia y la sanción de la Constitución de 1853 –con su elaboración del “patriotismo constitucionalista”– y Carlos Menem inició su campaña como Facundo Quiroga y la terminó como Julio Argentino Roca.
El Bicentenario fue la gran operación histórico-cultural del kirchnerismo. Allí quedó plasmada con claridad su mirada sobre el pasado común de los argentinos. Y esa presentación concluyó con el homenaje a Juan Manuel de Rosas en la Vuelta de Obligado, el 20 de noviembre pasado. Los más distraídos podrán creer que detrás de la necesaria reparación histórica de la figura del “Restaurador de las Leyes” y, sobre todo, de los héroes que en aquellas barrancas retuvieron a la mayor armada del mundo, se encuentra el “viejo revisionismo agazapado”. Pero estarían equivocados.
El “revisionismo histórico” nace como una respuesta a las grandes operaciones culturales del liberalismo conservador. Tiene un primer estadio de corte nacionalista reaccionario y ve a Rosas como un paladín del orden, de la paz de las estancias, del retorno de lo hispano. El segundo momento del revisionismo está ligado a la experiencia popular del forjismo y el primer peronismo. En este momento, Rosas es revitalizado no sólo por su condición de “estanciero”, sino fundamentalmente como un símbolo de la soberanía política y la independencia económica, dos valores fundamentales para la concepción peronista del Estado y las relaciones internacionales. Es en esta etapa en que se incluye el ingreso de los caudillos federales al panteón de los héroes. La historia se vuelve plebeya y los protagonistas comienzan a ser los “pueblos”, antes que los líderes individuales.
Un tercer estadio es la inclusión del marxismo con sus herramientas de análisis para interpretar el pasado histórico. Los sectores sociales, las luchas de clases, los movimientos y las representaciones del bajo pueblo y sus líderes y representaciones forman parte de los estudios realizados entre finales de los años cincuenta y setenta. El fin de siglo y la crisis de 2001 convocaron a la sociedad a pensarse a sí misma nuevamente y a reflexionar sobre su pasado reciente, pero también sobre toda su historia. Y surgió lo que se denomina, no sin cierta imprecisión, el “neo-revisionismo histórico”, es decir una nueva mirada política sobre la historia. Ha crecido tanto esa corriente que, actualmente, se organizó en torno al incipiente Instituto de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego, cuyo presidente es Mario ‘Pacho’ O’Donnell, y en el que participamos Araceli Bellota, Felipe Pigna, Eduardo Rosa, Eduardo Anguita, Roberto Caballero, Víctor Ramos, Pablo Vázquez y yo, entre otros.
Si uno debiera operacionalizar la categoría “revisionismo” tendría que prestar atención a algunos valores de ciertas variables: a) una concepción nacionalista del pasado, ya sea esencialista, culturalista, territorial o económico, b) Preocupación por la conducta individual respecto de infidelidades económicas y actos de corrupción, c) una mayor cercanía a la experiencia federal con sus vaivenes respecto de Rosas y los caudillos, d) estudio de la incidencia de las potencias mundiales en las políticas criollas, e) responsabilidad de las elites oligárquicas sobre el estado del país, y f) una tenaz persistencia en el estudio por los sectores subalternos de la economía, lo político y lo social.
Hoy es 11 de septiembre y se festeja, en todo el país, el Día del Maestro, en conmemoración de un nuevo aniversario del día de la muerte de Domingo Faustino Sarmiento, uno de los protagonistas de la organización nacional más controvertidos para el revisionismo histórico y el pensamiento nacional. Sarmiento es, sin dudas, el más progresista de los liberales. Y al mismo tiempo es el más brutal de los liberales. Es imposible no estremecerse ante las barbaridades que “el padre del aula” dice en sus escritos y sus discursos contra negros, gauchos, indios, judíos, italianos, españoles. También es imposible dejar de sentir pavura ante las atrocidades cometidas por sus subordinados en su campaña contra el Chacho Ángel Peñaloza en La Rioja, por ejemplo. Todos recordamos el consejo del sanjuanino de “no ahorrar sangre de gaucho” porque sólo sirve de “abono para la tierra”.
La historiografía oficial sigue considerando a Sarmiento un prócer inmaculado y excusa sus brutalidades aduciendo que era “el clima de época”. Creo que las circunstancias explican, pero no exculpan. Y bajo el latiguillo de “clima de época” se puede justificar, tanto a Sarmiento como a Rosas, como a Videla. Pero creo que el revisionismo tiene que dar un salto de calidad –Araceli Bellota me hizo comprender esto respecto del autor del Facundo– y complejizar los períodos y los personajes históricos. Sarmiento no es el “gran educador” o el “intelectual de la barbarie civilizada aplicada”. Quizás haya que asumir la conjunción copulativa. Sarmiento es una cosa y la otra. Es un fabuloso escritor y un matador de gauchos, un educador y un putañero, un hombre de fe en el progreso y un “tilingo” admirador de Europa hasta 1847, y de Estados Unidos luego.
Pero es, por sobre todas la cosas, uno de los pocos miembros de esa clase dirigente conocida como la oligarquía conservadora –quizás porque no pertenecía a ese sector social– que llevó adelante, en términos de Norbert Elías, un “hito civilizatorio” como es su obra educativa. ¿Por qué es civilizatorio? No lo es porque educó a millones de argentinos, sino porque supuso un compromiso por parte de una dirigencia de refrenar su interés particular, natural, primario, en función de un bien social. Sarmiento obligó a su clase a renunciar a su interés pecuniario para beneficiar a las mayorías.
Me gustan los personajes diagonales, contradictorios, que tienden lazos entre paralelas aparentemente irreconciliables. Eso fueron Mariano Moreno, Manuel Dorrego, Juan Bautista Alberdi, Sarmiento, Leandro Alem, el mismo Perón, incluso. Y si uno lo analiza con cierta profundidad –el presente siempre nubla la posibilidad de un análisis certero– quizás la actual presidenta de la Nación sea una política que tienda diagonales –perdón por la metáfora futbolera– entre el movimiento nacional y popular y el liberalismo republicano.
He leído y reflexionado mucho sobre Sarmiento en estos meses. Partí del prejuicio y logré adentrarme en la complejidad de un personaje desmesurado y exuberante, americano, más americano de lo que él mismo se reconocía. Hoy creo que el revisionismo histórico, y el pensamiento nacional, popular, progresista, democrático, debe –perdón por la descortesía de la prescripción– volver a mirar a Sarmiento. Y debe agarrarlo de las solapas. No para hacerlo “propio”. Pero sí para que no se lleve a su panteón el liberalismo conservador y lo convierta en algo que ni siquiera el propio autor de Argirópolis permitiría. Quizás sea tiempo de que sobre Sarmiento se realice un fino y preciso trabajo de restauración –como si se tratara de un fresco antiguo– por parte del revisionismo histórico.<
CLARIN
Mi primer Día del Maestro: El festejo de dos nuevos docentes
11/09/11
PorGisele Sousa Dias
CON INTRIGA Y NERVIOS. ASI RECUERDAN MARINA Y GUSTAVO EL PRIMER DIA QUE SE PARARON FRENTE A UNA CLASE.
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• Día del maestro
Cuando soltaba las fantasías, Gustavo juraba que quería ser piloto. Su papá pintaba casas; él se imaginaba esquivando nubes. Pero cuando le tocó elegir, eligió ser docente, trabajar en cuatro escuelas a la vez y juntar 1.500 pesos mensuales. Se cansó de escuchar “¿Estás dispuesto a cagarte de hambre?” o “¿Vas a arriesgar tu vida metiéndote en esos barrios por ese sueldo?” No hace falta imaginar lo que les respondió: hoy es su primer Día del Maestro.
Gustavo Jiménez tiene 27 años y estudió para ser docente de plástica. Pero al empezar a moverse entre escuelas de San Miguel y Grand Bourg supo que, cuando se enfrentara a la pobreza, con las pinturas no iba a ser suficiente: “En una escuela, la más marginal de todas, tengo 40 chicos de primer grado, muchos de las comunidades boliviana y paraguaya. Un día, uno me avisó que los otros estaban haciendo lío. Y el que se estaba portando mal, que tiene 6 años, le gritó: ‘Callate, boliviano de mierda’.
Uno va pensando en hacerlos crear y termina parando una clase cuando se da cuenta de que las prioridades son otras ”, cuenta.
Gustavo es de los que no puede repetir esa frase tan cursi como idealizada: “Nací para esto”. No puede porque nunca intentó lo de ser piloto, porque empezó y abandonó diseño gráfico y porque, “de caradura”, trabajó hasta de operador de radio. “Es que muchos nacen con ese don de la vocación. Hay otros que, en cambio, lo terminamos descubriendo”, piensa.
Y así como por encima, cuenta una escena cotidiana que le pone contenido a la palabra vocación. “La primera vez que entré a un aula sentí ansiedad, intriga, nervios. Me preguntaba: ‘¿Serán muchos?, ¿Serán agresivos?, ¿Y si no me respetan?’. Y ahí pensé que tenía que tratar de ser algo más que un profesor de plástica. Me puse en mente que, con paciencia, iba a tratar de sacarlos de ese mundo de violencia. Como son chicos con padres muy ausentes, empecé a hacerlos trabajar juntos. Y como casi nunca pueden llevar materiales, le busqué la vuelta: a veces llevo tapitas, revistas o vasitos; otras pongo los materiales de mi bolsillo. Me di cuenta de que una pregunta al que está callado o construir una imagen de autoridad frente al chico agresivo genera más afecto y respeto que un grito”, afirma.
El resultado está a la vista: “A veces llego y me reciben con un abrazo. Algunos se paran y traban la puerta para que no me vaya. Yo me siento como en Titanes en el Ring, como si me estuvieran levantando un brazo y me gritaran ‘vamos campeón”, sonríe. Y a aquel picasesos interno que lo acosó el primer día de clases –“¿A ver si soy bueno para esto?”–, tampoco hace falta imaginar lo que le respondió.
Marina Pérez tiene los ojos chiquitos, cara de nena y guardapolvo de “seño”. Es hija de profesores, y aunque el primer reflejo sea creer que sólo cumplió con el mandato familiar, su elección de ser maestra llegó después de una serie de planes frustrados: “De chica quería tener un geriátrico. Al final, empecé a estudiar Letras en la UBA hasta que me di cuenta de que no lo sentía. Abandoné y pasé varios meses sin estudiar nada. Parecía una vaga, pero algo en mí estaba buscando. Hasta que me acerqué a una plaza donde se juntaban unos nenes con muchos problemas familiares y empecé a darles apoyo escolar. A veces se trataba más de enseñarles a expresarse o a respetar a los demás que de darles matemáticas”, empieza. Marina tenía 19 años. Claro que nadie le pagaba por lo que hacía.
Hasta que un día un amigo le dijo: ¿por qué no maestra?. “Yo ni lo había pensado, es más, veía la docencia como algo muy devaluado”, confiesa. “Encima, mucha gente alimenta esa imagen cuando te dice ‘pero vos estás loca, ¿Por qué no hacés una carrera que te dé de comer?’. Pero no por eso me iba a poner a estudiar, no sé... arquitectura. Después me di cuenta de que era una obviedad: nadie estudia para ser docente por la plata”.
Marina se anotó en el profesorado y se recibió de maestra de primaria. Y este año, “nerviosa, transpirada, con las manos temblando y con solo 23 años”, se paró frente a los alumnos de 4° grado de la Escuela 5, en Belgrano. Ahora, despide a sus alumnos y se anima a un primer balance: “Cuando los chicos quisieron saber qué le había pasado a Candela o cuando tocamos temas en los que sabían más que yo: recién ahí me di cuenta de que no me había equivocado”.
Antes había tomado una decisión: cuando tuvo que pensar desde dónde quería construir su carrera, eligió la escuela pública. “Claro que veo muchos docentes y alumnos que se están volcando hacia el sistema privado, por cansancio, por el ausentismo o por cuestiones académicas y salariales”, introduce. Y hay datos que lo corroboran: un trabajo de SEL Consultores en base a la Encuesta Permanente de Hogares del INDEC acaba de mostrar que entre 2003 y 2010 la proporción de alumnos que van a escuelas públicas bajó 2,3% en todo el país mientras que la de los que van a privadas subió 3,6%.
“Pero lo interesante –sigue Marina– es que gran parte de esta nueva generación de maestros se está volcando por la educación pública. Yo no lo dudé. Si la escuela pública tiene aquella imagen devaluada que veía al principio, es acá donde tenemos algo por hacer”.

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